Donald Trump llegó el martes a Países Bajos para asistir a la cumbre de la OTAN. Lo hizo mientras el mundo contiene la respiración ante las impredecibles consecuencias de los ataques lanzados por Estados Unidos contra instalaciones nucleares iraníes y en medio de un frágil cese el fuego entre Israel e Irán.

Esta será la primera reunión de Trump con la OTAN desde que fue reelegido. En el pasado, Trump ha expresado su molestia con respecto a que los miembros de la alianza se beneficien de las garantías de seguridad de Estados Unidos sin poner de su parte.

Los aliados europeos están desesperados por demostrarle que se equivoca, y esperan convencerlo de que no retire las tropas ni los recursos estadounidenses del continente.

Las relaciones con Europa han sido tan tensas desde que Trump regresó a la Casa Blanca, por los aranceles y otras cuestiones, que hace unas semanas ni siquiera estábamos seguros de que fuera a asistir a esta cumbre”, me dijo un diplomático de alto nivel bajo condición de anonimato.

“Con Rusia y China atentos a cualquier signo de debilidad de Occidente, eso habría sido un desastre”.

Aún con Trump, Moscú y Pekín seguramente estarán siguiendo la cumbre con palomitas.

El secretario general de la OTAN, Mark Rutte, diseñó esta cumbre en torno a Trump. Su objetivo era complacerlo acordando grandes aumentos en el gasto en defensa, para demostrar que los europeos ahora asumirían una mayor responsabilidad sobre su propia seguridad.

Rutte también espera que, al centrar la reunión exclusivamente en el tema económico, pueda evitar posibles enfrentamientos o altercados entre Trump y sus aliados.

A Trump le encanta ganar y se ofende con facilidad. No querrá sentir ningún tipo de desaprobación en la reunión de la OTAN.

Por otra parte, se le había asegurado una victoria que acapararía los titulares en la cumbre. Los países europeos se comprometerían a destinar un 5% del PIB a defensa, exactamente lo que él exigió en sus primeras semanas de vuelta en la Casa Blanca.

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